Formas que no dicen nada

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         En el baño de la casa de un amigo, la vi. Hubiera sido mejor encontrarla en un tren que atravesará la Patagonia o en algún café de ventanas enormes en Buenos Aires o en los suburbios de París. Pero no, fue en aquel baño: yo en una posición tan poco literaria, ella entre lejana y esquiva. De inmediato me llamaron la atención su pómulo marcado y sus ojos un poco juntos. También el mechón que le caía sobre la frente, arremolinándose sobre su oreja izquierda. Me conmovió ese mechón, porque su punto desprolijo la llenaba de vida. No se parecía a ninguna de las anteriores con las que había pasado el rato –tantos ratos– consciente desde el principio de que encarnaban un edulcorante para la rutina. No, ella estaba ahí, provocativa, tal vez un poco orgullosa. Y mi fascinación no nacía apenas en su mechón arremolinado, ni en sus ojos grandes ni en su pómulo firme ni en su mirada que sembraba el cimbronazo de su risa. (Porque mantenía los labios presionados como con bronca, aunque por los ojos se le escapaba, casi a chorros, la posibilidad de su risa sísmica). No: ella era mucho más que sus rasgos diabólicos. El cuello largo, elegante prometía una figura estilizada, aunque se diluía rápido y después venían los garabatos irreconocibles. Y yo sentado, una posición tan indecorosa, sin quitarle la vista de encima, sin conocer siquiera su nombre. Sabía que no la vería más, que se perdería como se habían perdido las anteriores en ese mundo de formas que no dicen nada. Entonces pensé en memorizar cada una de sus líneas, su pómulo recio, el pelo tormentoso y el cuello larguísimo y también esa marca en su frente que destrozaba, sutil, la perfección de su rostro y la hacía todavía más mujer. Como si de esa manera pudiera encontrar un atajo hacia la eternidad de la evocación. Pero no: la resistencia de la memoria es tan frágil; el pasado primero se distorsiona y después se evapora y ella se iría de mi recuerdo como de mi vida: sólo quedaría una sensación áspera, una angustia tenue y constante que se clavaría acá, en mi costado cada vez que me diera vuelta en la cama. Nuestro momento era ese. Porque mi amigo tarde o temprano golpearía la puerta y preguntaría Santiago, estás bien, y agregaría algún chiste barato de esos que tan bien les salen a los amigos, incluso alguna onomatopeya, y arreciaría la vergüenza por saberla al tanto de mi mundo de amigos guarangos. Aunque casi seguro se haría la distraída, continuaría ignorándome mientras yo lucharía inútilmente por recordarla, porque por ahí yo no volvería a ese baño, o peor: no volvería a distinguirla en el cuarto azulejo contando desde abajo, rodeada de manchas absurdas, innecesarias, ocres.
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