Falso techo

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  Apenas abrí la ducha escuché el golpe contra el falso techo de chapa y algo así como un gemido. En un acto reflejo cerré la canilla; el gemido se fue apagando de a poco.
Durante un instante me quedé quieta, desnuda, observando en derredor, como si de esa manera pudiera prevenir una tragedia doméstica. El chorrito diluyéndose por el desagote rompía el silencio, hasta que dejó paso a algún que otro rumor de la calle.
Estaba cansada, necesitaba darme un baño caliente, acostarme de una vez. El día había sido larguísimo y gris. Desnuda, con la mano todavía en la canilla, indecisa y harta, me preguntaba cuál sería el origen de esos sonidos.
Volví a abrir el agua, y otra vez retumbó el golpe; también el chirrido.
Cerré la canilla.
Algo animal en ese chirrido me angustiaba; su fondo metálico y pegajoso, lejos de atemperar el miedo, lo volvía aún más inquietante.
Me acerqué al rincón de donde había provenido. Pensé en ratas. No sé por qué, pero pensé en ratas. (Odio las ratas). Con una escoba, todavía temblando, le di varios toques al falso techo.
Nada.
Se me ocurrió llamar a Eduardo, pero era tardísimo. Aparte, en el mejor de los casos se me reiría en la cara. No soporto su risa autosuficiente, la simpatía con que desprecia mis miedos.
Intenté actuar como actuaría él, pensar como pensaría él. Volví hasta la bañera, abrí y cerré la canilla. Se repitió el golpe igual de violento que antes; también el chillido.
Respiré profundó, busqué respuestas. (Eduardo siempre busca respuestas).
De pronto recordé que el falso techo ocultaba un termotanque eléctrico que unos caños flexibles conectaban con la ducha. Comprendí que al pasar el agua por el flexible lo tensaba: esa tensión repentina descargaba el golpe. Lo del chillido no supe de dónde vendría, pero imaginé algún motivo relacionado con la presión del agua o el cambio de temperatura.
Al fin y al cabo, yo de estas cosas no entiendo.
Todavía me sentía intranquila, pero el baño se me antojaba imprescindible. Cuando abrí la canilla por cuarta vez, sonó de nuevo el flexible, volvió a chillar el caño. Me esforcé por ignorarlo mientras entraba en la ducha. Cerré la cortina y dejé que el agua tibia recorriera mi cuerpo.
La caricia merecida borró el miedo o la ansiedad. Al sentir el segundo golpe y el tercero me reí, mientras imaginaba la cara de Eduardo cuando le contase la historia.
Entonces un olor dulce tiño el vapor, y después volvió el gemido, pero esta vez agónico. El golpe se transformó en un repiqueteo tenaz o desesperado.
Apenas abrí las cortinas vi como caía la sangre por las rendijas del falso techo empapando la pared, la pileta, el suelo.
Esta vez, cerrar la canilla resultó inútil: el gemido, ahora bestial, continuó taladrándome los oídos. 
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