El Murallón de Sindalerza

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Los soldados en el extremo sur de la planicie, refugiados en altas torres de ventanas diminutas, cubren día y noche la única salida de la ciudad. Las Montañas Nevadas al este y el Océano al oeste son barreras a las que nadie desafiaría. En el lado norte, detrás del mercado, del hospital y del barrio pobre, se levanta el Murallón de Sindalerza.
El Murallón tiene una altura de dieciocho metros; se extiende desde las Montañas Nevadas hasta perderse en el Océano. Es de color plomizo, de textura áspera. Varios remiendos interrumpen la uniformidad de su aspecto. Las fuerzas del Imperio lo levantaron hace siglos. También por entonces nos impusieron el canon: todavía hoy, al fin de cada jornada, arrojamos por el desfiladero de Tankrua el oro que extraemos de las Montañas Nevadas.
Muchos insisten en que deberíamos pelear por la libertad. Otros aseguran que la libertad es la paz que respiramos, es vivir sin las incursiones sanguinarias tan comunes décadas atrás. En un punto coincidimos todos: en la nostalgia por los lugares inaccesibles. Es una nostalgia hija de la imaginación y no de la memoria. El de aquí es nuestro mundo. El de aquí es el único mundo. Aun así, cuando vemos el horizonte inalcanzable sobre el océano, cuando nos estremece el viento helado que baja de la montaña, añoramos lo desconocido.
El Murallón es el único límite que no se piensa. Los remiendos demuestran que hay quienes se ocupan de mantenerlo. De allí la certeza popular de que los soldados imperiales patrullan el lado exterior a diario.
A veces, en las noches cálidas de verano, el viento del norte arrastra el bullicio de una muchedumbre lejana. No hay manera de tomar contacto con esa gente. Años atrás, mediante un sistema de espejos y lentes de aumento, vimos el valle prohibido: ríos caudalosos lo atraviesan, el verde de los pastizales es quebrado por árboles recios. Pronto decidimos abandonar el uso de aquel sistema: tal vez, de la misma forma en que recorrer esas tierras nos estaba vedado, al mirarlas despertaríamos la ira del Imperio.
Hace treinta años que no sufrimos ninguna incursión, que los soldados permanecen escondidos en las torres.
Esta paz que ganamos con obediente esfuerzo depende de todos nosotros. Ayer, por ejemplo, yo mismo encontré un hueco en el Murallón. Implicaba un peligro aterrador: a través de él no sólo se accedía a la vista prohibida de los campos, sino que cualquier persona de contextura menuda, como yo, hubiera podido escapar por allí seducido por la fantasía de la libertad.
Hoy al amanecer volví al lugar con algunas piedras y cemento. Cerré el hueco lo mejor que pude; intenté asemejar el remiendo a los demás. Después de todo, quizá los hombres del Imperio hubieran tardado en detectar la falla y podría haber sucedido una desgracia.

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