Bronca

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Su destino de asfalto gris se le acercaba irremediable. Hasta hacía tan poco deseaba que el suelo pusiera fin a sus penas, pero ahora, justo a la altura del quinto piso, se le dio por evocar el sol púrpura de los amaneceres frente al mar, el sabor del café con leche en las mañanas de invierno y el de la cerveza helada en los atardeceres tórridos de enero. A la altura del segundo piso se le aparecieron primero las piernas de su vecina y después –un poquito más atrás, pero también vigorosa– la risa de su sobrino. Entonces fijó, de nuevo, su atención en el asfalto, que lo embestía orgulloso y firme. Y se quiso morir.
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