Continuidad de los Vázquez

.
Había comenzado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Aquella tarde, su hija mayor descansaba en el dormitorio contiguo, su nieto jugaba en el parque flanqueado por grandes cipreses. Había preferido cerrar un par de inversiones a distancia, tomarse el resto del día para relajarse en el sillón del estudio, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones. Dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde, constató la cercanía tranquilizadora del vaso de whisky con un discreto chorro de agua, y se sumergió poco a poco en los últimos capítulos de aquel libro de ciencia ficción. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Retomó la trama en el momento en que el agente del gobierno estacionaba su coche negro frente a la casona de Banfield. Otra familia Vázquez vivía allí. Otro objetivo. Una sonrisa sutil se dibujó en su rostro de empresario tenaz. Esas coincidencias le divertían. Como si un poco él también fuera un personaje de esa trama futura e imposible. Saboreó el whisky con agua; su mirada se perdió, durante un instante, en algún lugar al otro lado del ventanal. La misión del agente podría parecer ridícula, sin embargo poner fin a un problema implica asumir costos, y decidir cuáles serán esos costos siempre guarda cierta arbitrariedad. Acabar con los Vázquez representaba una estrategia eficaz contra la sobrepoblación. Aquel Estado había eliminado primero a los Gómez, luego a los González, ahora iban por los Vázquez: su reproducción a ritmo exponencial jaqueaba la estabilidad del país, la buena distribución de sus escasos recursos. El agente saltó la reja con un movimiento felino. Vestía un traje de algodón que le daba un toque anacrónico a su estilizada figura. Antes de avanzar sacó su .38 especial y le colocó el silenciador. Con un andar liviano rodeó la casona en busca de la puerta de servicio. Vio un objetivo en el parque, pero su entrenamiento no había sido en vano: el primer objetivo debía ser siempre el más peligroso. Llevaría a cabo un trabajo limpio, rápido, sin escándalos.
Subió la escalera saltando los escalones de tres en tres: el informe de inteligencia, una vez más, resultaba infalible: primero una sala azul, después una galería, un pasillo alfombrado. Al final del pasillo, dos puertas: una joven durmiendo en la primera habitación; un estudio grande, de paredes revestidas con madera en la segunda. Le asaltó un vértigo casi paralizante aunque ganó la inercia burocrática del funcionario eficaz. En el estudio vio el respaldo alto de un sillón de terciopelo verde, el pelo canoso y revuelto de Eliseo Vázquez, el ventanal amplio y más allá el parque, el niño jugando, los cipreses.
Eliseo dio un sorbo lento al whisky, como si la pausa le ayudara a paladear mejor esa simetría imprevista entre el papel y el mundo. Bajó sus ojos buscando el párrafo recién suspendido, pero apenas si tuvo tiempo de sorprenderse al descubrir, sobre su escritorio, el calendario abierto agosto del 2273.

2 comentarios:

La Morsa a la Deriva dijo...

Este cuentito, como tantos otros, se lo de debo a mi Musa particular, que se ha currado bien currada (en el sentido español de la palabra, no argentino, por favor, aunque esta vez la ambigüedad es bienvenida) la idea.
Gracias Musaaaaaaaaaaaaaaa.

malditas musas dijo...

Gracias a usted, señor morsa, por hacer de mi inconsciente un lugar habitable...

Cuánto le debo.
bso,
musa