De chinos

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Con Grétel nos encantaba caminar por el Barrio Gótico y tomar mate en el Montjuic. También, en verano, íbamos bastante seguido a alguna cala desierta de la Costa Brava apenas caía la noche. Llevábamos vino tinto y a veces pan con queso. Nos quedábamos hasta el amanecer frente al mar. Poco importaban allí los temas pendientes del trabajo o los melodramas familiares. Sin embargo, nada nos divertía tanto como los bazares chinos: podíamos disfrutar durante horas en uno cualquiera.
Perdernos por las calles barcelonesas en busca de un chino desconocido sugería la aventura. Aunque la fiesta empezaba al entrar. Saludábamos al cajero como quien no quiere la cosa e íbamos directo al fondo del local. Allí nos sentíamos menos acosados por su mirada impávida aunque severa. Empezábamos por donde los cacharros de cocina se amontonan con los artículos de tocador o las películas pornográficas. Hurgábamos con paciencia entre los productos, mientras fingíamos reflexionar sobre su utilidad. Yo, en ocasiones, metido en el personaje, llegué a pensar en lo bien que me vendría un juego de vasos largos o un paraguas. Una o dos veces creí adivinar, en la expresión extraviada de Grétel, que le sucedía lo mismo. Pero tanto ella como yo nos sacábamos rápido esas ideas absurdas de la cabeza.
A veces el fenómeno acontecía no bien nos deteníamos frente a la primera góndola. En ocasiones debíamos recorrer el chino de un extremo al otro, mirar decenas, centenares de objetos que, a priori, sabíamos innecesarios.
Hasta que, como si nos iluminara una inspiración prestada vaya a saber por quién, Grétel o yo descubríamos ese brillo casi imperceptible que algunos objetos irradian. El iluminado agarraba ese objeto especial –que podía ser un juego de destornilladores, una cacerola o un rollo de papel de aluminio– y sentía una cosquilla acá, bien en lo profundo del estómago. Dejaba escapar un sonido gutural, una mezcla de grito sordo y ronquido mal hecho y, a veces sin solución de continuidad, a veces tras una pausa de treinta o cuarenta segundos, estallaba en una carcajada.
Siempre pasaba lo mismo: el otro observaba estupefacto al que reía. Con expresión desencajada simulaba comprender y hasta compartir el asombro del cajero. Mientras que quien padecía la risa, con el juego de destornilladores o la cacerola o el rollo de papel de aluminio en la mano, caía víctima de unos retortijones bárbaros en los músculos abdominales. Pero la seriedad del otro se desvanecía más o menos pronto. Entonces Grétel y yo nos confabulábamos en un estruendo de carcajadas y llanto hiposo.
De ahí en adelante, como si la primera risa nos abriera la puerta de todas las risas, paseábamos de góndola en góndola redescubriendo objetos en apariencia cotidianos, festejando con aplausos nuestros hallazgos. Nos íbamos del local a la hora en que cerraban. Por supuesto, sin haber comprado ni uno de esos artículos tan graciosos.
Yo creo que este ritual me unió a Grétel como ningún otro. Fueron más de seis años de relación basada en el diálogo, el buen sexo y las excursiones a los chinos. Seis años maravillosos.
Y no puedo evitar la tristeza al recordar el día en que, después de dar vueltas por las góndolas del fondo de un chino de Casanova casi llegando a Gran Vía, encontré una bombita eléctrica que intuí comiquísima. La distinguí desde una góndola contigua, a través de un hueco que se formaba entre el jabón de tocador y una resma de papel A4. El cartón blanco sucio y celeste pastel de la caja prometía un cristal delirante, filamentos de un atractivo austero aunque rotundo. Fui sin demoras en su busca, la agarré, saqué de su interior la lamparita. La observé deteniéndome en sus curvas suaves, en los prolijos caracteres chinos impresos sobre el cristal, en la tetilla negra y elegante que coronaba la rosca metálica. A través de la lamparita distinguí a Grétel. Solté el ronquido a contramano, apreté fuerte las muelas, disfruté de las primeras lágrimas escapándose. Me rendí a una carcajada bestial.
Grétel se me acercó. Sabía que se me uniría en cualquier momento.
Agarró la bombilla, la observó detenidamente. Y dijo con tono seco:
–Una lamparita de cuarenta, como la que se quemó ayer en el baño.
Después caminó hasta la caja, pagó los sesenta céntimos que el adhesivo naranja indicaba y, mientras salía del local, dijo que me esperaría en la calle.
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